lunes, 16 de septiembre de 2013

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Desde el faro -- reflexion

                      
El atardecer transcurría apaciblemente y sin nubes, limpio y claro, preludiando a la puesta del sol que se anunciaba con un acentuado color naranja, tras un intenso día de final de verano.
Desde el faro, la escena del momento mágico prometía ser espectacular. A lo lejos se divisaba el océano, el cielo y la gran estrella “hundiéndose en el agua”.
Martín tenía por aquél entonces 16 años, que montando en su bici, llegaba tarde al momento culminante del día. Pedaleaba fuertemente para llegar antes si pretendía ver el sol en sus últimos segundos.
Nada más llegar, dejó la bici tirada en el suelo, abrió la puerta de entrada al faro sin ninguna dificultad.

Le quedaban más de cuatrocientos escalones y debía subirlos por el interior de la torre, lo cual le impedía la visión y ese mismo día no quería perderse ese preciado momento por nada en el mundo. Sujetó con fuerza la mochila que tenía en la espalda, suspiró hondamente y recordó la promesa como si lo estuviera escuchando es ese instante.
“Lo haré”, se dijo firmemente, y empezó a subir de par en par las escaleras. Se encontró con una puerta al exterior que desconocía y sin dudarlo, la abrió, pero la pared del faro le impedía ver totalmente el ocaso. Faltaban unos minutos, dos escasos minutos, calculó. Continuó subiendo sin mirar al fondo, pues sentía vértigo a cualquier altura. Ya quedaba menos.
Se detuvo nuevamente para observar el último tramo para alcanzar el final. Volvió a acelerar la subida. El sudor le resbalaba sin cesar por su frente y la mochila le saltaba de un lado a otro por su espalda. Se estaba quedando sin aliento. Finalmente, logró llegar a lo más alto del faro, salió al balcón, con los ojos directos al horizonte. Se alegraba por su hazaña, le sobraban tan sólo unos segundos y se alegró más por ello.
Agarró su mochila, metió la mano y extrajo un bote de cerámica, era la urna de Enrique, el viejo farero, el último farero. Enrique no tenía a nadie más en su vida que la misma soledad del faro y había muerto allí mismo. Ahí mismo se encontraba Martín, asomado al balcón con un gran vacío que terminaba con la incansable batalla de las olas contra las rocas del acantilado.
Miró hacia abajo con respeto y rápidamente alzó la vista a tan esperado instante. La hora mágica había llegado. Todo ocurrió tal y como había predicho el viejo Enrique, ante la inmensidad del océano que se fundía con el cielo, una belleza magistral y un silencio como jamás había presenciado antes en su vida.
Entonces, abrió la urna y recordando palabra por palabra la petición de Enrique. Estiró los brazos y dejó resbalar hasta caer aquel recipiente de cerámica que contenía las cenizas de su difunto amigo. Las cenizas se dispersaron y observó la caída de la urna hasta perderse en el agua.
 
Se me ocurrió durante una de mis tantas noches de insomnio
Mensaje editado por white_angel_sj
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